martes, 23 de abril de 2024

TORREPAREDONES, una ciudad íbero-romana en lo más alto de la Campiña cordobesa (Tras las huellas de Julio César XXII)

 


Sí hubiera que elegir un lugar imprescindible para visitar en esta campiña cordobesa con resonancias cesarianas, tomen nota los lectores de mi recomendación: sin duda, la elección es el Parque Arqueológico de Torreparedones, en el término municipal de Baena―en su mayor parte, porque una porción cae en el de Castro del Río―. La corporación municipal baenense merece un rotundo aplauso: en 2005 tuvo la iniciativa de adquirir los terrenos del yacimiento para emprender un programa de excavación y puesta en valor, con cargo a los fondos FEDER y al «1,5% cultural», que continúa hasta hoy.  Ojalá muchos ayuntamientos de España tomaran ejemplo.

Visité Torreparedones recientemente y tuve la suerte de contar con una guía excepcional: Guadalupe, Guada para los amigos. Si tenéis ocasión, llamad al 618 003 325 (Aventur CityTour) y concertad una visita con ella.  

El descubrimiento del yacimiento de Torreparedones se remonta a 1833, cuando se halló fortuitamente un monumento funerario que contenía los enterramientos de dieciséis personas identificadas con el nomen Pompeius. No podía tratarse de familiares directos de Gneo y Sexto, los hijos de Pompeyo Magno, aunque seguramente sí de algunos de sus libertos, lo que dio al lugar el nombre de Mausoleo de los Pompeyos y lo ubicó de forma estelar en mi mapa de las huellas de César.

Es controvertido, no obstante, el nombre de la ciudad romana que prosperó en este otero que domina el oleaje de colinas y olivares que lo circundan. En su cúspide se erige un castillo medieval que un día sirvió para vigilar la frontera con el reino nazarí de Granada; en él puede verse un mojón geodésico que da cuenta de que, con sus 596 metros, este es el punto más alto de la campiña cordobesa.  La opinión tradicional predominante se inclina por identificarla con Ituci Virtus Iulia, mencionada por Plinio entre Úcubi (Espejo) y Tucci (Martos). Sin embargo, el hallazgo de una tubería de plomo inscrita con el nombre «Bora» apunta como alternativa a Bora Cerealis, también mencionada por Plinio.  Este nombre no está muy alejado del de Bursavo, el cual, contrariamente a los otros dos, si se menciona en el Bellum Hispaniense, en el contexto de un confuso incidente en el que dos nativos de esa ciudad, capturados durante la toma de Ategua, a la que llegaremos más adelante, acuden como embajadores de César para ganar para este la lealtad de sus conciudadanos, pero son traicionados y degollados por un caudillo local, quien, a su vez, es objeto de las iras de los bursavonenses.

―Lo que sí es seguro―explica Guadalupe―es que la ciudad que llamamos Torreparedones jugó un papel durante aquella campaña entre César y los hijos de Pompeyo. No sabemos de qué lado estuvo, pero, si quieres saber mi opinión personal, yo diría que del de los vencedores, del de César, porque un programa escultórico tan espectacular como el que se encontró en el foro, solía ser un gesto de agradecimiento por los servicios prestados.

El Foro es ciertamente impresionante: domina una vista que quita el aliento. La extensa plaza central está atravesada por una descomunal inscripción de loa a su financiador, que viene a decir que el prócer local, Marco Junio Marcelo, pagó su reforma «de sua pecunia», es decir, de su bolsillo. El lugar estuvo adornado con estatuas de personajes de la dinastía Julio Claudia, incluyendo al emperador Tiberio y su madre Livia, a Claudio (un visitante desalmado se llevó una réplica de su busto, situada sobre un pedestal) y a un emperador no identificado, cuya thoracata, expuesta en el museo de Baena junto con las demás esculturas, asombra por la calidad de su ornamentación.

Para llegar al Foro, atravesamos primero la espectacular puerta oriental, reconstruida para dar a los visitantes idea de su impronta original. Junto a ella puede verse la muralla original del oppidum íbero, del 600 a. C., pendiente aún de excavación, como lo está el ochenta y cinco por ciento del yacimiento, dicho sea de paso.  A corta distancia hay unas termas imponentes con un maravilloso estado de conservación, en pleno proceso de restauración. A la vista está el pavimento original, un «opus spicatum» que el tiempo ha ondulado, confiriéndole un aspecto fluido. El pozo del que se abastecían de agua las termas, con sus veinte metros de profundidad forrados de piedras en perfecto estado de revista, sigue maravillando hoy.

Cuando uno se pone hablar de Torreparedones, corre el riesgo de no terminar nunca, así que tendré que dejarme no pocas cosas en el tintero, como el rincón sin pavimentar en el Foro en el que los sacerdotes podían orar por el espíritu del emperador hollando directamente la Madre Tierra, o el Templo de la Concordia, con una piedra horadada donde las unidades militares que lo visitaban situaban su estandarte.  

Lo que no puedo dejar de destacar es el santuario íbero, situado extramuros contra la muralla, construido con anterioridad a la ciudad romana, aunque mantuvo vivo el culto hasta bien entrada la época de la colonia. Es un perfecto ejemplo de ese sincretismo religioso que tan bien supieron utilizar los romanos en su asimilación de los pueblos que se iban encontrando.  Fue dedicado inicialmente a la advocación de alguna versión turdetana de Tanit, para rebautizarse después, ya en época romana, en honor de Caelestis primero y de Juno después, bajo cuya protección se mantuvo hasta su abandono en el siglo II d. C. Durante todo el periodo se conservó la típica estructura fenicio-púnica de tres estancias, en este caso conectadas por una rampa ascendente, que culminaba en la sagrada cella, en la que se custodiaba el betilo de la diosa. En total fueron cuatrocientos años de espiritualidad que dejaron como legado un enorme número de exvotos de piedra, de los que 350 salieron a la luz durante la excavación. Más tarde pude contemplar una buena muestra de ellos en el museo de Baena.

De camino hacia la salida converso con Guadalupe sobre las circunstancias de la decadencia y abandono de la ciudad.

―El momento de esplendor fueron los siglos I y II d. C.―me dice―, y después entró en decadencia. Tal vez tuvo que ver con la escasez de agua, dado que no parece que contarán con ningún acueducto; tan solo con pozos y aljibes. Acaso terminara por no ser suficiente para una población que llegó alcanzar tal vez hasta siete mil habitantes.

―¿Cuándo se abandonó del todo?

―En el siglo XVI, tal vez por alguna peste, o por los fuertes efectos que tuvo en esta zona del terremoto de Lisboa.  Y esto está tan apartado que cayó en el olvido, hasta el siglo XIX, cuando apareció el Mausoleo de los Pompeyo, pero aun así tardó bastante en atraer atención. Lo cual es una suerte―concluye con una sonrisa de alivio―, porque el expolio ha sido mucho menor que en otros lugares.

Nos despedimos frente al centro de visitantes.

―¡No dejes de ir al museo de Baena!―me insiste Guada al despedirse―, ¡merece la pena!

Y ya lo creo que la mereció, pero de eso hablaremos otro día.






























miércoles, 10 de abril de 2024

LUIS BELLO EN EL ATENEO DE MADRID


El pasado jueves 4 de abril se llenó la sala Mariano José de Larra del Ateneo de Madrid para rescatar la obra de uno de los más destacados periodistas y escritores de nuestra Edad de Plata, el salmantino Luis Bello. Y tuvimos la fortuna de hacerlo de la mano de quien seguramente es su mejor conocedor: José Miguel González Soriano, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, autor de una magnífica tesis doctoral sobre Bello. 

El acto tomó como punto de partida la presentación de la edición de "El tributo a París", de Bello, en la colección El Periscopio de Ediciones Evohé. Tras una breve introducción mía, José Miguel dio toda una clase magistral sobre Luis Bello y su tiempo, apoyándose en un magnífico conjunto de fotografías de la época. Nos leyó también algunos fragmentos de textos de Bello, extraídos tanto de "El tributo a París" como de la más célebre obra del salmantino, el "Viaje por las escuelas de España", que lo convirtió en un referente de los defensores de la escuela rural en la España de hace un siglo. 

La lectura de José Miguel, en la que se daban la mano la historia y la literatura, creó una atmósfera de aprecio y reconocimiento por la labor de un escritor que merece ser recordado y celebrado. A todos nos conmovió el hecho de que su sepultura, en el Cementerio Civil de Madrid, no cuente siquiera con una lápida con su nombre. Es algo que no nos costaría mucho remediar.

Gracias a José Miguel y a todos los que asistieron, con una nutrida representación de la UCM. Gracias por la ponencia, por las lecturas y por el debate posterior. Gracias por mantener vivo el recuerdo de grandes páginas de nuestro periodismo y nuestra literatura como las de Luis Bello.








martes, 26 de marzo de 2024

ÍBEROS Y ROMANOS EN IPOLCA Y OBULCO (Tras las huellas de Julio César XXI)


Sabemos por Estrabón y por Apiano que César, cuando regresó a Hispania para enfrentarse a los hijos de Pompeyo, empleo 27 días en el viaje desde Roma (probablemente en barco hasta Sagunto y a pie a partir de ahí) y que su punto de destino fue Obulco, la antigua Ipolca túrdula, situada en la actual Porcuna, en la provincia de Jaén. Allí le esperaban sus generales Quinto Pedio y Quinto Fabio Máximo, quienes no se habían sentido suficientemente fuertes para enfrentarse a Gneo Pompeyo y habían decidido esperar a la llegada de su jefe. Es, por tanto, a Porcuna a donde encamine mis pasos en uno de mis fines de semana arqueológicos, a comienzos de la primavera de 2024.

Sin embargo, para un amante de la arqueología íbera, en Porcuna hay un lugar que deja en segundo plano a todo lo demás:  la meca de la estatua ibérica, ni más ni menos.

Me refiero, claro está, a la necrópolis de Cerrillo Blanco, situada en un altozano a un par de kilómetros de la población. Allí se encontró en 1975 lo que se sigue considerando el más importante conjunto escultórico del mundo ibero.  No podemos dejar de agradecer al entonces director del museo de Jaén, Juan González Navarrete, que advirtiera de inmediato el valor de las piezas que le había llevado alguno de los tratantes de los expolios de la época, y que comprara el olivar donde se habían hallado las piezas, para asegurar su protección. 

Comencé la visita en el enclave, que pertenece a la ruta jiennense «Viaje al tiempo de los Íberos» y cuenta con un modesto centro de recepción de visitantes e interpretación. Allí me dio la bienvenida Mati, la guía municipal que, tras las explicaciones preliminares y el interesante vídeo de rigor, me acompañaría después al propio túmulo, situado a unos pocos centenares de pasos en un altozano, en el corazón del olivar. 

El túmulo es un lugar fascinante. Originalmente acogió una necrópolis de inhumación túrdula del siglo VII a. C., dominada por una sepultura casi megalítica con una pareja enterrada en su interior, y 24 sepulturas adicionales en derredor. Posteriormente, entre los siglos IV y II a. C., se reutilizó como espacio funerario de incineración, típicamente ibérico. En ambos casos, fue escenario de los ritos de las gentes de la vecina Ipolca. Lo más insólito fue que el túmulo hubiera sido también utilizado para acoger un extraordinario conjunto escultórico, concienzudamente destruido, procedente de un gran monumento funerario desaparecido dedicado a glorificar a un linaje principesco. Las estatuas son del siglo V a. C., y se considera que representan la más alta expresión de la estatura ibérica, con una calidad y expresividad que remite de inmediato a la escultura griega. Hay niños luchando y cazando, adultos enfrentados en duelos entre sí o con animales fantásticos; está también, en posición principal, la pareja fundadora del linaje. Son obras de arte maravillosas, que pueden contemplarse, como hice yo mismo hace algunos años, en el museo ibero de Jaén.

―Lo más sorprendente―explica Mati―es que las esculturas fueron destruidas deliberadamente y luego traídas hasta aquí desde la ciudad y enterradas como personas, con mimo, alrededor del túmulo, cubriéndolas con losas. Está clarísimo: fue terminar un clan y empezar otro. Mira, ven.

Mati me lleva hasta un punto desde el que se ve perfectamente Porcuna desplegada en la distancia, sobre un cerro que va a parar, en dirección norte, a un valle con otro promontorio similar erguido al otro lado. Señala hacia allí con el brazo extendido.

―¿Ves aquellos cerros? Se llaman Los Alcores y Albalate; sobre ellos se alzó en su día Ipolca, que era una bipolis que controlaba el paso por el río Salado, aunque―añade con humor―en nuestros días no pasa de arroyo. Después Albalate se abandonó y, ya en época de los romanos, la ciudad de Los Alcores cambió su nombre Obulco.

―Allí estuvo Julio César, ¿no? ―le pregunto.

―Así es. Allí hay toda una barriada romana en la que estuvo Julio César y otra gente importante. Construyeron casas muy lujosas, pero se abandonó tan solo ochenta años después. Claro, como no eran de aquí…

―¿Se puede visitar?

―Más o menos. Se han hecho algunas excavaciones, pero queda muchísimo por excavar. Lo último que se ha encontrado es una cisterna romana espectacular que se va abrir al público cualquier día de estos.

De regreso a Porcuna, Mati me da las indicaciones oportunas y llego hasta los restos del antiguo Obulco. Tan solo veo algunas calles y zócalos de edificios de piedra gastada por la intemperie, que esperan su turno para contar con los favores del presupuesto público. De momento, la agraciada ha sido la cisterna mencionada por Mati, llamado La Calderona, que me quedo―por poco―con ganas de conocer. Al parecer, las excavaciones de la cisterna han sacado a la luz también casas romanas en excepcional estado, con muros de más de tres metros de alzado. Quién sabe qué huellas de César y de su cuartel general pueden estar esperándonos ahí abajo, en las ruinas de Obulco. 

Antes de despedirse, junto al llamado Torreón de Boabdil que sirve de museo municipal, Mati me señala una réplica a escala reducida del célebre toro íbero de Porcuna, del siglo VI a. C., cuyo original, de unas dimensiones considerables, se exhibe igualmente en el museo de Jaén, y me regala una última anécdota:  

―Se lo encontraron después de la guerra, durante los trabajos que hacía en los pueblos Regiones Devastadas. Ahora sería impensable, pero al alcalde de entonces no se le ocurrió otra cosa que regalárselo al arquitecto que dirigía la campaña; menos mal que era un hombre cabal y se lo donó al museo de Jaén.

Mati pasa de la seriedad a la sonrisa.

―Es un chascarrillo entre las arqueólogas que fue porque, cuando llegó con el toro a casa, le espetó su mujer: «¡¿Pero, muchacho, adónde vas tú con eso?!». 

























 

viernes, 22 de marzo de 2024

Presentación de "EL TRIBUTO A PARÍS", de LUIS BELLO, en el Ateneo de Madrid


¡El Periscopio de Ediciones Evohé emerge de nuevo! Y lo hace con un título excepcional: «El tributo a París», de Luis Bello, con José Miguel González Soriano, de la Universidad Complutense de Madrid, a cargo de la edición crítica y del estudio introductorio.

Lo presentamos en la sala Larra, del Ateneo de Madrid, el jueves 4 de abril a las 19:30 horas. ¡Allí os esperamos!

De la contraportada:

En los primeros años del siglo XX, París era una especie de centro de información para todas aquellas noticias internacionales que, con profusión, se daban por el mundo entero. La avidez del lector de periódicos requería de nuevas que le mantuvieron informado, en la época en la que medios recientes como el telégrafo y el teléfono facilitaban el rápido intercambio.

En este contexto, Luis Bello marchó a la capital francesa en el año 1904 como corresponsal, con la firma intención de «rendir tributo» a París, firmando una serie de artículos y crónicas que le servirían, tres años más tarde, para publicar este título que ahora recogemos en El Periscopio, bajo una excelente edición de José Miguel González Soriano. 

 

domingo, 10 de marzo de 2024

ILERGETES E ILERDENSES EN EL MUSEU DE LLEIDA (Tras las huellas de César XX)


El Museu de Lleida es el lugar indicado para conocer de cerca, en las salas de su colección permanente, al pueblo de los Ilergetes, que entre los siglos VIII y II a. C. se enseñorearon de los territorios de la cuenca del Segre-Cinca, desde el río Ebro hasta los Pirineos, ejerciendo su dominio sobre una vasta extensión de aproximadamente 10.000 km². El pueblo ilergete cristalizó en estado alrededor del 450 a. C., con una sociedad jerarquizada, en cuya cúspide se situaba un régulo con un entorno familiar de tipo principesco y una aristocracia clientelar ecuestre.

La capitalidad la ejercía Iltirta, que la toponimia, la tradición popular y el consenso académico relacionan con la romana Ilerda, aunque nunca se han hallado evidencias arqueológicas. La opción de Ilerda, además, no es unánime, porque una fuente clásica tan reconocida como Tito Livio ignora olímpicamente a Iltirta y se refiere como capital ilergete a Atanagrum. Los arqueólogos de nuestros días relacionan Atanagrum con el oppidum de Molí d’Espígol (Tornabous, Urgell), uno de esos característicos poblamientos ilergetes amurallados con las casas dispuestas en anillos concéntricos en su interior, compartiendo entre ellas paredes medianeras, formando las más exteriores la muralla con sus muros traseros. Son también célebres las poblaciones de Estinclells (Verdú, Urgell) y, por encima de todas, la fortaleza dels Vilars de Arbeca, una maravilla para la que me ahorro ahora los epítetos, hasta que llegue el momento de ir a visitarla.  

A finales del siglo III a. C., el antiguo estado ilergete alcanzó su máxima expresión, con los célebres Indíbil y Mandonio ejerciendo su caudillaje sobre algo así como 130.000 almas. Se acuñaba moneda, se enviaban embajadores a los pueblos vecinos, se declaraba la guerra y la paz, se participaba en los prósperos circuitos comerciales del Mediterráneo.  Pero, como suele ocurrir en estos casos, la edad de oro no estaba destinada a perdurar. Cuando Aníbal Barca cruzó el río Ebro en la primavera del año 218 a. C. con sus 90.000 infantes, 12.000 jinetes y 40 elefantes, iniciando la segunda guerra púnica, los ilergetes, como tantos otros pueblos de la Península Ibérica, se vieron obligados a elegir bando en una de las grandes contiendas de la Antigüedad.  Lo hicieron en favor de los cartagineses, manteniendo su hostilidad a Roma incluso después de la derrota de aquellos, hasta ser aplastados por Publio Cornelio Escipión primero, y por los generales de este Lucio Cornelio Léntulo y Lucio Manlio Acidino después, en 205 a. C. 

Lo que vino a continuación es la bien conocida historia, repetida en tantos lugares, de la romanización, que en el territorio ilergete tuvo un hito trascendental un siglo después con la fundación, alrededor del cambio del siglo II al I a. C., de tres ciudades concebidas para articular en estas tierras interiores de la Hispania Citerior al norte del Iber el sistema romano republicano. Fueron Aeso, en la Isona, Iesso (Guissona) y, sobre todo, la propia Ilerda. A ellas dedicó el Museu de Lleida en 2023 la exposición «Romans a Ponent», que sirvió de excusa y aliciente a nuestra visita.

La exposición es muy reducida, pero, precisamente por eso, ha sabido resumir perfectamente el tránsito, en estas comarcas leridanas, desde el periodo ilergete, completamente imbricado en el mundo íbero, hasta la plena romanización. César está representado con un magnífico busto de mármol, reproducción del hallado en el río Ródano, a su paso por Arlé. El romano ladea levemente la cabeza y mira de hito en hito al visitante, con un gesto firme, sereno y, tal vez, algo triste.  Los paneles informativos dan cuenta del papel de Ilerda en las guerras civiles entre romanos, y, en especial, de la batalla entre cesarianos y pompeyanos que lleva su nombre: un mapa mural explica la situación de las tropas de uno y otro bando en aquellos días del año 49 a. C., a orillas del río Sicoris.

Pero la atención de la exposición no está puesta en los hechos de armas, sino en las propias ciudades. Es así como Roma construía su legado en la Historia y en el territorio: primero las legiones derrotaban a los enemigos de Roma y, después, la pujanza de las ciudades y sus instituciones los asimilaban para siempre. Los foros, las termas, las acrópolis, las obras públicas, las magistraturas locales y tantas otras expresiones de la abrumadora eficacia de la sociedad romana para replicarse en todas direcciones, como un perfecto fractal civilizatorio, creaban otras Romas que terminaban por hacer olvidar sus raíces a los anteriores ocupantes del territorio.

Así ocurrió con Ilerda, Iesso y Aeso. Fueron fundadas sobre anteriores poblaciones ilergetes a las que rápidamente hicieron caer en el olvido, y crecieron como organismos vivos destinados a irradiar una visión y una organización del mundo que perduraría durante siglos. La exposición contiene piezas magníficas que nos permiten asomarnos al esplendor de aquellas ciudades de provincias, como el surtidor de la fuente de la villa del Romeral, esculpido con la imagen de una medusa que hiela con la mirada a quien la contempla.  Me pareció que las pupilas de piedra conservaban el poder de hipnotizar con el eco del antiguo sortilegios.

Pero nada me fascinó tanto como la recreación, en grandes imágenes murales de espectacular realismo y nitidez, de las tres ciudades, con Ilerda destacando por su mayor envergadura urbana. Era como haberse trasladado a la época para contemplarla a vuelo de dron. Ahí están las casas, las murallas, los edificios públicos, las embarcaciones en el río Sicoris, las carretas atravesando el puente de piedra. Ahí está la gente, hormigueando por las calles, por la plaza del foro, por los patios y los muelles.  Ahí están, extramuros, los campos de cultivo, los caminos, las granjas. Ese es el efecto de estas recreaciones 3D que ahora es capaz de regalarnos la combinación de arqueología y tecnología digital. Pone ante nosotros lugares como la Ilerda romana del siglo I a. C., por aquellos días en que se convirtió en el epicentro de la lucha por el poder en el mundo romano, que es tanto como decir en el mundo a secas. Siente uno deseos de hacer aterrizar al dron para caminar por sus calles, como un ciudadano íbero-romano más.