viernes, 20 de octubre de 2017

EL QUE TIENE FIRMEZA

Saliste en silencio, cabizbajo; te negabas a pensar, a sentir… sólo querías dejar ese lugar. Cada paso te acercaba más y más a tu corto destino. Por esa razón caminabas como arrastrándote, deseando estirar el tiempo. Aunque sabías que eso podía también prolongar tu agonía, rechazaste la idea de andar aprisa. “¡Qué más da! Llevo este peso en mi interior y no hay nada por hacer”. La mirada de una mujer se cruzó con la tuya y te hizo recordar a Sofía como una esperanza de vivir: el movimiento de sus caderas, sus pechos, su voz dulce y sensual, sus ojos color miel, sus cejas abundantes y delineadas, sus palabras entrelazadas con sus caricias te hacían sentir vivo. Pero ella desapareció como la neblina, se esfumó sin decir adiós. Sólo se fue. Continuaste caminando rumbo al parque, en busca de un momento de paz. El césped, las ramas, los troncos y el movimiento de las hojas te relajaron. De nuevo, al igual que otros días, te sentaste a reflexionar. Detrás de ti el ahuehuete más frondoso del lugar te regaló su sombra, ocultándote de los rayos del sol. Decidiste terminar el libro Una mirada en secreto, que guardabas en tu saco. Devoraste una a una las páginas. Irónicamente, las últimas líneas hablaban de un nacimiento; no pudiste determinar si el autor se refería a una idea, una persona o un animal. “Para qué pensar en eso”, te repitió tu voz interior. Permaneciste con la vista fija en el horizonte. El aire hizo crujir las ramas de las jacarandas: pequeñas hojas secas cayeron, giraron y chocaron entre sí, y un sonido parecido al rumor de un riachuelo se filtró en tus oídos. El sol había cruzado el medio día y aún no desayunabas. Querías sentir el placer de comer. Te pareció que lo mejor sería volver a ese sitio elegante y acogedor donde Sofía aceptó el anillo; hacía ya unos años que no comías ahí. Un taxi te llevó al restaurante “El Festín”. Comenzó a llover y el mozo de la entrada se acercó tratando de cubrirte con un paraguas, pero tú te rehusaste. Querías sentir la lluvia en tu rostro; un rostro que había dejado de reír, e incluso de llorar, inánime, sin vida. Te sentaste al fondo del lugar, oculto de las miradas, no pretendías esconderte de la gente sino de ti mismo. Pediste un vino Merlot Syrah. El mesero no tardó en llegar con la botella y la destapó. Percibiste un agradable aroma, y se apoderó de ti un sentimiento de melancólica felicidad, el recuerdo grato de lo que no volverá a suceder jamás. Te serviste una copa y tomaste un trago lentamente; su sabor te hizo recordar los besos de Sofía. Cerraste los ojos. La primera copa se acabó. El gerente se acercó para llenarla nuevamente. Te dejó el menú y elegiste lo mejor del lugar. Comiste lentamente, disfrutaste cada tiempo. Los platillos, uno a uno, te trajeron un sinfín de recuerdos que te hicieron sentir feliz. “¡Momentos, sólo fugaces momentos!”, dijiste en voz baja. Se acabó el vino y la comida. No hubo risas ni palabras; ningún gesto te acompañó. El mesero te ofreció algún digestivo. ¬“Zambuca Negro, algo dulce me vendrá bien; y un puro, por favor”. Las manecillas del reloj avanzaban. Tú querías detener el tiempo, pero era inútil: discurría como la sangre en tus venas. Miraste a través del vitral del restaurante el cielo rojizo del otoño. Pagaste la cuenta y te escabulliste por la puerta de emergencia; no querías cruzar palabra con nadie. Fuiste en busca de unos tragos a un sitio llamado “El Edén”. Al llegar, te sentaste en la barra, pediste un coñac en las rocas y observaste a las mujeres. Una de ellas te llamó la atención: cabello castaño, alta. Su blusa escotada dejaba ver parte de sus pechos; te excitaste. Sin embargo, lo que más te agradó fueron sus ojos y su mirada. Le ofreciste un trago y charlaron un rato de cualquier cosa. Luego la invitaste a salir del lugar; ella accedió. Fueron a tu departamento. Entraron sin decir palabra y encendiste la luz de la sala. Tenías algunas revistas regadas en el sofá, un par de libros y fotos sobre la mesa. La llevaste al cuarto de visitas (tu recámara la querías sólo para ti). La abrazaste desabrochando su blusa, con tus labios sentiste su cuello, entre tus dedos estaban sus pezones grandes y duros que apretabas suavemente. Su falda cayó sobre la alfombra. La miraste por un instante. Ella te correspondió y sin dejar de hacerlo te desnudó. El olor de su sexo estaba ya en tus manos. Al penetrarla sentiste un calor inesperado que te recorrió el cuerpo. Te consolaste de no estar solo. Permaneciste con ella varias horas. A las tres de la mañana ella se vistió, tomó el dinero que dejaste sobre la cama y con una suave sonrisa como despedida se marchó. Te quedaste acostado. Intentaste dormir sin lograrlo. Te levantaste y fuiste al baño. Abriste el grifo de la tina y de pie miraste caer el agua; el vapor te reconfortó. Sumergiste tu cuerpo en la bañera, recargaste la cabeza en una toalla y cerraste los ojos. Por unos minutos te quedaste dormido. Al despertar, el agua estaba tibia. Saliste de la bañera, caminaste por el pasillo y llegaste a tu cuarto, te pareció frío, ajeno. No encendiste la luz. Te sentaste en la cama junto al buró; tu mirada se concentró por un instante en la fotografía donde abrazabas a Sofía. Con lágrimas en el rostro, estiraste la mano y abriste el cajón, cogiste la pistola, te la llevaste a la boca. Tu cuerpo cayó sobre la cama y la sangre se escurrió entre las sabanas. Estabas muerto, y la enfermedad que el doctor te dictaminó ayer en la mañana como terminal no cesaba de tragarte por dentro.

jueves, 9 de marzo de 2017

ENTRE MUROS

...decidió huir a un lugar en el que no vería nunca más esa grotesca sonrisa, ni escucharía el gélido aliento que le rebanaba el corazón, ni sentiría sus pasos hundiéndose en su cerebro. Al cerrar la puerta, un flash de imágenes regresó a su memoria y se preguntó cuántas migrañas y dolores en sus sueños le provocaron esas manos resbaladizas, húmedas y sucias tocándola debajo de su piel. Y es que a ella le parecía que sus vestidos, su ropa interior, sus zapatos, sus medias y hasta la sábana la protegían como una piel delgada y frágil, debajo, sólo había carne viva, carne que le lastimaba y que le ardía al menor contacto de él cuando la veía, cuando la tocaba... No podía ya soportarlo. Recordó cómo muchas veces, al estar sentada en la sala, el ruido de la llave introduciéndose en la cerradura del portón se le colaba hasta sus pulmones para casi asfixiarla; creía desfallecer, el corazón le explotaba. Irónicamente, entre más dolor corría por sus venas, más viva se sentía. Las lágrimas no le eran suficientes para llenar su cuarto y sumergirse en él, volver al principio, arroparse y flotar protegida de un porvenir. Andaba entre muros resbaladizos que no le permitían sostenerse, que parecían caerle encima y reducirla a escombros. No encontraba eco ahí cuando se recargaba y les gritaba y les susurraba y les imploraba que la abandonaran los fantasmas que la cubrían, erizándole las entrañas. De reojo miraba la luz de la luna que la ilusionaba. Observaba los cuadros mal colgados con las fotografías derritiéndose, mimetizándose con las manchas de las ventanas que estaban cerradas y que ya no le permitían ver; andaba a ciegas, utilizaba un bastón almidonado hecho de fotografías, hojas de libros y sonidos, todos encadenados y con tal fragilidad que poco a poco el cayado se desmoronaba como cubos de azúcar al rozar con el suelo. Cuando no lograba conciliar el sueño deambulaba en el pasillo, recorriendo una y otra vez la recámara y el comedor. Pensaba en la manera de huir sin esparcir pedazos de su piel por el camino. El despertador sonaba a la misma hora, pero no siempre se encontraba en el mismo lugar; antes de dormir lo escondía, lo dejaba fuera del alcance de su mano, en la cocina, en el baño y muchas veces dentro del árbol de navidad que nunca quiso desbaratar, ya que le recordaba los días de su alegre infancia… En el momento que el sonido de la alarma llegaba hasta sus oídos, unas veces lejos, otras veces cerca, le hacía sentir la fantasía de hallarse lejos de su tortura… Llovió todo el día, y sintió que toda la noche las estrellas le cayeron encima; con los ojos bien abiertos y con su ruido en silencio se dejó escapar escurriéndose del tiempo. No estaba él, ella no lo esperaría. Se sintió fragmentada y a pesar de quitarse un gran peso, se propuso recordar por siempre que el olvido puede cubrir como una espesa niebla lo mismo un sendero que su imagen reflejada en un frágil espejo. Huyó y se sintió libre, llevando consigo su piel que aún le ardía, con la angustia de no ver bien y sentirse sofocada por momentos… Y aunque no sabía dónde estaba, tenía la certeza de no estar ahí.

martes, 6 de septiembre de 2016

UNA FAMILIA MUY AFORTUNADA

–Así es, señorita, fue una desgracia, la vida es así, nos trae de un lado a otro, zangoloteándonos sin que sepamos cómo reaccionar. En fin, voy a contarle lo mismo que le dije a esos cabrones judiciales. ¡Imagínese! Pensar que uno es capaz de hacer semejante chingadera, aunque en cierto sentido, los comprendo; ¡todo lo que han pasado esos policías!, robos, asesinatos, persecuciones y sabe Dios qué más. »Pero siéntese, póngase cómoda. ¿Cómo me dijo que se llama? ¡Espere!, ¡no me diga!, Raquel, del periódico El Despertar. Mire, señorita, hace unos diez días nos enteramos de que José Luis, el hijo de Don Pancho y Doña Clementina, había desaparecido, así nomás como lo oye; nos vinieron a preguntar ese día por la noche si no lo habíamos visto. La verdad es que el sábado nos fuimos desde temprano al pueblo de mi hermana que está a cuarenta minutos de aquí. Dejamos a los chamacos solos en la casa –Don Vicente giró su rostro hacia la pared y con el dedo señaló los cuadros con las fotografías de sus hijos–, esos dos que están ahí retratados; son chulos, ¿qué no? Son mis varoncitos, Pedro y Martín, de once y nueve años. Como le decía, nosotros salimos y les dimos la instrucción a los escuincles de no hacer desmanes, ya ve que a esa edad son muy inquietos. »Mi vieja y yo regresamos casi a las diez de la noche. Don Pancho estaba interrogando a nuestros hijos y a sus amigos. El pobre hombre tenía cara de haber visto un fantasma, y con una voz entrecortada les preguntaba una y otra vez que cuándo habían visto por última vez a José Luis. Los chamacos le respondieron que fue al medio día; estaban jugando a las escondidillas y pues de ahí nomás no apareció. »La policía llegó poco antes de media noche e interrogaron a los amigos de José Luis, a los papás y a los vecinos. Investigaron en toda la colonia, pero nada de nada. Imagínese la desesperación de los padres, con el Jesús en la boca y un hueco en el corazón. Toda la noche y los días siguientes lo buscaron por todos lados, revisaron una y otra vez la casa, el parque, hasta debajo de los carros. Los padres de José Luis pegaron copias de su fotografía en las paredes de la calle, en tiendas, en farmacias, no sólo del vecindario sino también de colonias aledañas. Gritaron, lloraron, y él no apareció. »Al cabo de unos cuatro días, estábamos mi vieja y yo aquí mismo, en este sillón –Don Vicente miró a su esposa, quien movió la cabeza afirmativamente–, y que le digo: ¡Vieja!, huele medio feo, ¿no crees? Y ella me contesta: pues ahora que lo dices, sí, desde la mañana. Y entonces yo le digo: se me hace que ha de ser una rata muerta, acuérdate que les pusiste veneno hace ya casi un mes; para mí que ya cayó alguna. »Y para no hacerle el cuento largo, ahí nos tiene buscando a la famosa rata por debajo de los sillones, en la cocina, debajo del refrigerador, en las habitaciones, y no aparecía. Día con día el olor se iba haciendo más insoportable. »El chamaco tenía ocho días de haber desaparecido, y en una de ésas, cuando leía mi periódico recostado en el sofá y mi señora estaba en la recámara, me percaté que el olor provenía del pozo, y que le grito a mi vieja: ¡Vieja! ¡Como que el olor sale del pozo! ¡Qué se me hace! »Y pues bueno, señorita Raquel, ese pozo que tiene casi bajo sus pies, en medio de esta sala –Don Vicente señaló el sello de “clausurado” sobre la tapa que estaba a unos pasos de la periodista–, tiene más de cien años. Mi abuela, en paz descanse, me dijo que ahí se escondía de los revolucionarios para que no la violaran. Bajaba por las escaleras que tiene el hoyo y se quedaba hasta que ya no escuchaba ruido. Para desgracia del chamaco se le ocurrió esconderse ahí. »Resulta que lo abrí y entonces veo al chamaco flotando boca abajo, inflado como pelota y despidiendo un olor a podrido que me hizo vomitar. Me encontraba asustado y asqueado. De nuevo le grité a mi mujer: ¡Vieja, ya lo encontré! Ella me preguntó: ¿La rata? ¡No!, le digo, ¡al chamaco ahogado en el pozo! »Mi vieja gritó y no la escuché más, fui hasta la recámara, la encontré desmayada en el piso, la recosté y llamé a la policía. »Don Pancho y Doña Clementina llegaron unos minutos después que las patrullas se pararon frente a la casa. Vinieron los bomberos y el forense. Sacaron al pobre niño todo descompuesto. Mi mujer no quiso salir del cuarto hasta que todos se fueron. –La esposa de Don Vicente no pudo contenerse y se soltó a llorar al recordar todo lo sucedido. »Los policías nos hicieron toda clase de preguntas: que si nosotros lo matamos, que por qué está el pozo ahí, que cómo fue que lo encontramos. Lo que sucedió es que a José Luis se le hizo fácil esconderse dentro del hoyo, al bajar las escaleras se resbaló y se ahogó; los niños lo buscaron pero nunca lo hallaron. »Es una triste historia, pero ¿sabe una cosa, señorita?... ¡Somos una familia muy afortunada! –¿Por qué afortunada señor? –Raquel se sorprendió del comentario de Don Vicente. –Pues porque nadie de mi familia se murió. –Miró hacia arriba y dijo–: ¡gracias a Dios! –Pues sí, por fortuna nadie de ustedes cayó al pozo. –El tono de Raquel sonó comprensivo. –¡No, no lo digo por eso! –Don Vicente miró a Raquel a los ojos y tomó la mano de su esposa–, sino porque estuvimos bebiendo agua del pozo por casi siete días, ya que en estas fechas, todos los años, el agua escasea. –¡Pero no vieron si estaba el niño ahí! –Raquel preguntó angustiada. –¡Pues señorita!, ¿dónde cree que miramos el primer día que desapareció? ¡Pues sí!, en el pozo, pero el recondenado chamaco no flotó; creo que lo hizo hasta el cuarto día, cuando empezó a apestar, y para acabarla de amolar, ya no volvimos a asomarnos: tenemos conectada una bomba que sube el agua al tinaco. Ahora sí, como quien dice, ¡estuvimos bebiendo agua de muerto!, y es que el agua del pozo es bien buena. A nadie le hizo daño, por eso le digo: ¡no hay duda de que somos una familia muy afortunada!

¡QUÉ RARO!

Una gota de sudor resbaló por mi rostro. ¡Qué raro!, no hacía calor. No le di importancia. Después sentí hambre, estiré mi mano hasta agarrar un trozo de algo que parecía pan, lo llevé a mi boca pero... no tenía dientes, no podía masticar. Tampoco le presté atención. Cuando sí me empecé a preocupar fue en el momento que vi a miles de gusanos a mi alrededor… ¡Y es que no podía soportar tanto cuchicheo que salía y entraba por mis oídos!

jueves, 21 de enero de 2016

IMÁGENES GÓTICAS DE UN RECUERDO

La ausencia mató poco a poco lo que pretendía hacer de mi vida, la soledad y el encierro de mi mundo fueron acabando totalmente con la esperanza de crecer y desenvolverme mejor en este medio tan hostil que, muchas veces, me ataca por las facetas más inesperadas de mi inconsciencia. Mientras miro las paredes de mi habitación, me doy cuenta de lo pequeño que es mi mundo. Los cuadros mal colgados con sus pinturas contemporáneas que creo que nadie entiende; quizá sea ésa su finalidad: quebrarnos la cabeza buscando su significado para descubrir que nada hay ahí; tal vez ésa sea su belleza. Mis libros se encuentran desordenados. Los dejé ahí para recordar que algún día los leí. ¿Para qué tanta letra impresa sobre esas hojas? ¿Habrá gente a la que aún le guste leer? Algún uso les debo dar. Regalarlos, tirarlos a la basura y esperar que algún vagabundo haga una fogata con ellos. O simplemente conservarlos y de vez en cuando, con sus páginas, imaginar. Antes me gustaba sentarme en la banca del parque y observar lo que me rodeaba; las horas ni rápidas ni lentas parecían cobrar vida, fluían con cada movimiento. ¿Quién podría darme momentos tan gratos? Añoro los atardeceres perfectos que puedo detallar en mi mente, como palabras de aliento, como un viento refrescante. Me regocijaba ver las hojas sobre el pavimento, mojadas e inmóviles. El olor de la tierra húmeda me hacía sentir en paz con cada suspiro. El aire viajaba de un lado a otro haciendo crujir las ramas de los pinos y eucaliptos para no permitirme estremecer en silencio... ¡Qué sublimes regalos da la vida! Disfrutaba correr entre los árboles y abrazarlos, permanecer horas sintiendo su vida, su agonía, su amor. Los acariciaba pasando la mano sobre su resquebrajada piel. Más de una vez alguien dijo: “¡Ese hombre está loco! ¿Qué hace abrazado al árbol, mojándose con la lluvia?”. Yo no respondía. Me encontraba absorto en una simbiosis con el árbol, mi alma no quería romper esa unión. Otras veces, trepaba hasta lo más alto de su tronco, y miraba cómo los árboles se acariciaban con el movimiento del viento, con sus hojas tocándose suavemente; parecían salirse de raíz y correr el uno al otro para abrazarse y amarse a pesar de que morirían en el intento. ¡La belleza se respira sobre los árboles cuando comprendes el significado de su sonido! He acompañado al bosque en las tormentas que descargan su furia; ahí comprendí su temor de ser alcanzado por un rayo. ¿Cómo correr? ¿Cómo pedirle a la naturaleza no ser el elegido para morir en su tempestad? Vivir con el miedo de ser fulminado por una ráfaga de luz, sin tener la oportunidad de correr, de gritar; intentar ver sin lograrlo. Los ojos han sido convertidos en ceniza. ¡Qué agonía y qué sufrimiento! Darse cuenta de que el fuego recorre las extremidades, y la lluvia, gota a gota, apaga las llamas. Cuando pienso en mis sentimientos, quiero salir de esta habitación y caminar sin sentido. Me relajo al ver los peces color escarlata. ¿Qué los impulsa a nadar? ¿Qué sienten? ¿Cómo es su mundo en la enorme pecera? Podría sumergirme en ella hasta ahogarme, no lo sé. ¿Tratan de esconderse de mi mirada detrás del tronco o del coral muerto que coloqué en el fondo? ¿Acaso se sienten atrapados en ese rectángulo rodeado de vidrios? Intentan ir más allá, ven lo que hay fuera pero chocan con un límite que les impuse. Al mirarlos se me ocurre acabar con su encierro de una vez por todas. Busco trapos y los coloco bajo la puerta asegurándome que quede bien sellada con cinta adhesiva. Camino hasta el cuarto de servicio y corto la luz eléctrica. En el baño tapo el desagüe y abro las llaves del agua; lo mismo hago en la cocina. Regreso a la sala y me recuesto sobre el sofá por horas, pensando en la probabilidad de un nuevo diluvio; será un gran desastre que causará muerte entre los seres más desprotegidos. ¿Qué podrá ser de nosotros, tan débiles e indefensos ante el poder impredecible de la naturaleza? El agua alcanza unos treinta centímetros de altura; me bajo del sofá, mis zapatos están empapados. De la pecera tomo con mis manos uno a uno los peces y los coloco en esta enorme piscina; ahora pueden sentir la libertad, y nadan de un lado a otro sin detenerse. Yo camino y los miro detenidamente; me siento Dios: les di a conocer lo que ignoraban. A lo mejor sucumbirán, pero vale más vivir un minuto feliz que cien sumidos en la tristeza. El agua ahora alcanza casi medio metro de altura. Me desnudo y finjo ser un pez; me revelo a mí mismo en la irrealidad. Todo está empapado, mis libros flotan, las pinturas comienzan a dañarse, se mojan cuando simulo ser una ballena batiendo sus aletas en el inmenso mar. ¡Qué irrelevantes momentos me depara la vida! Mientras lo reflexiono, abro la puerta y un torrente de agua fluye por las escaleras del edificio, arrastra libros, peces y hasta una silla; los vecinos no dejan de maldecirme. Yo me concentro en los escalones que parecen una hermosa cascada, por la cual se desborda parte de mi alma. Una vez que sale casi toda el agua, vuelvo al interior y cierro las llaves del agua. Recojo algunos peces y los coloco de nuevo en su realidad. ¿Cuánto tiempo me llevará arreglar este desastre? Me visto y salgo del departamento. Al bajar siento miradas de odio, golpes. Oigo gritos, ofensas. ¡Qué me importa la vida, si estoy en este oscuro andar! Logro salir del edificio. Estoy exhausto y tomo un taxi para ir a un hotel cercano. Despierto otro día más con la culpa sobre mi espalda, confuso y adolorido por dormir tantas horas. ¿Dónde quedó la agonía de mi corazón? No sé si ha desaparecido o sigue en esta habitación. Salgo del cuarto a media luz. Desconozco la hora, el sol se ocultó en el transcurso de mis sueños. Al ir caminado observo dónde estoy. Algunos bares permanecen abiertos. Entro a uno de ellos, con una luz de neón en la entrada que dice “PUB”; la música suave, las risas y los grupos de amigos aún no están en el lugar. Pido un tarro de cerveza de barril y la tomo sin apreciar su sabor. La gente comienza a llegar poco a poco. Es la tercera vez que estoy aquí. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez? ¿Para qué estar bebiendo de nuevo en este lugar? No recuerdo lo que hice ni lo que fui. ¿Qué caso tiene la vida si no hay sentimientos por descubrir? Conforme pasan las horas, el alcohol se entremezcla con mis pensamientos. Sin querer platico con alguien; charlamos con hipocresía. ¿Qué puedo decir o pensar de sus palabras? No tiene importancia, como no lo tienen las botellas vacías, las risas, la música... ¿Qué pasa en las oscuras cavas? Vino embotellado por años para embrutecernos sin disfrutar su olor y sabor. Hay personas que guardan su virginidad por años. ¿Qué tanto vale esperar y quizá sentir que la primera vez nunca es como lo imaginas? Sólo sienten temor, dolor, culpa. ¿Por qué no vivir la vida con un sentido de placer? ¿Qué hay más allá del tiempo? No lo sé, ahora estoy aquí y eso es lo que importa. Pero si esto es inquietante, ¿cómo escapar de mi presente?... ¿Qué es lo que siento y por qué lo siento? Busco amar, pero no hallo a nadie. Grito en la oscuridad, pero nadie me escucha. Intento acercarme a las personas, pero sólo existe la distancia sin respuesta. ¡Maldita la hora en que intenté enamorarme de lo que no deseé! Mi habitación siempre arde de noche, qué placer recorre mi cuerpo, cómo me quema el alma… Así, paso las horas divagando entre temores, sufriendo y gozando. ¿Qué sensaciones se ocultan en mí? ¿Cómo saber hacia dónde voy si no quiero pensar en el futuro, inexistente para mí? Miro la botella de cerveza y me pregunto cuántas horas he pasado con estos pensamientos, sin llegar a ningún lugar. La gente se retira. ¿Dónde quedó el bullicio? ¿Dónde están los amigos? Están ahí, borrachos en el suelo. Detrás de mí se queda el bar y su enorme puerta de madera cerrada. ¿Qué demonios hacía yo en ese sitio? ¿Qué demonios hago viviendo encerrado la mayor parte del tiempo? Recuerdo días en los que me encontraba perdido; ahora sé dónde estoy… En un eterno otoño; las hojas de los árboles no dejan de caer. Duermo en el día y en la noche permanezco despierto intentando dormir. ¿Qué puedo hacer ante el inminente tacto de la muerte cuando me susurra con su embriagante aliento en mi oído sordo? Por fin llego a mi departamento. Me recuesto sobre la húmeda alfombra. Pienso que he dejado de hacer muchas cosas. He olvidado que son importantes. Creo que mi alma se escapó en un sueño y se encuentra muy lejos de mí. ¿Me habrá abandonado por no sentir? Ahora no hay nada, sólo una oquedad que nunca sospeché contener. Intento imaginar. Me abrazo en soledad. Siento que las caricias de mis brazos no son de mis brazos. Escucho una voz decir te amo; unos labios besarme. ¡Estoy loco! Me levanto y me observo en el espejo; no logro verme como quisiera ser. ¿Qué tan distorsionados están mis recuerdos? ¿Cómo me percibe la gente? No puedo ver lo que hay en mí. Estoy harto del girar de mis ideas. Voy a mi cuarto e intento dormir un poco. Despierto con la idea de haber descansado. Este fin de semana me sirvió para reflexionar. Veo la sala, la cocina y cada rincón desordenado: tengo que limpiar este caos... Será un día duro. Recojo la basura del suelo. Acomodo los libros y muebles. Abro las ventanas. Prendo la calefacción. Perfumo las habitaciones con incienso. Al finalizar la tarde, mi departamento parece diferente. ¿Lograré algún día cambiar de expresión? ¿Ser distinto de lo que ahora soy?... Estoy cansado y necesito ducharme. Al sentir el agua caliente de la regadera me pierdo en la sensación que provoca su caricia en mi piel. Observo el vapor que se condensa en el techo formando gotas que caen estrellándose contra el suelo. Entrelazo mis manos y estiro mis brazos para relajarme. Dejo de afligirme. Salgo de la ducha, tomo una toalla y seco mi cuerpo. Me siento limpio y fresco. Voy a dormir para soñar con algo mejor que mi realidad. El fin de semana ha terminado. Es tiempo de volver al trabajo. Las largas horas en la oficina me mantienen ocupado, me distraen, me ayudan a no pensar en mis aflicciones. Es curioso: en la mitad de la semana quiero que sean ya los días de descanso, y al llegar, no sé qué hacer, me atrapa la monotonía. Intento salir pero no puedo romper el círculo, ansío días especiales y disfrutarlos con plenitud pero no logro más que ahogarme en mis propias presiones y miedos. No me arriesgo a ir más allá... me limito a ver las paredes que me rodean. ¿Qué necesidad tengo de martirizarme? ¿Cuántas veces he tratado de buscar el origen de este dolor? A veces creo que disfruto deprimirme, sentirme ajeno. Cómo olvidar los días cuando subía al cerro y me desnudaba para sentir el viento sobre mi cuerpo. ¿Qué placer puedo encontrar al recorrer las calles de la ciudad y ver los escaparates llenos de objetos pero vacíos de sentimientos? Estoy ávido de compresión, de compartir este dolor. Lo que siento me traga por dentro. El azul y el negro me son indiferentes. Podría beber lo mismo agua que veneno, embrutecerme. Despertar mis ansias de besar, de coger, de gritar que me está prohibido masturbarme, que me está prohibido hacer el amor. ¿Cómo pretender hacerlo si no hay emoción en mi corazón? ¿Para qué decir palabras sin sentido, si mi intención es sólo provocar placer? ¿Dónde quedó el amor? ¿Por qué nace la culpa en mí cuando beso a alguien que no necesito? ¿Por qué me siento humillado al no encontrar lo que busco? No hay nadie que me acompañe en este suplicio. Antes no me molestaba la idea de ir al parque, al cine, a la cama, completamente solo. Ahora me abrazo en las noches intentando abrigarme. ¿Dónde perdí el sentido de mi vida? Voy tras de ella intentando alcanzarla, el aspecto colérico de mi alma se agudiza con el silencio de la habitación. ¿Acaso vivo para sufrir? Me convertiré en mártir de mi propia esclavitud, encerrado en mi mundo y mis sueños, sin poder contarlos, sin poder gritar ¡soy feliz! Qué sentimiento tan repulsivo; soy feliz y ¿qué hacer? Reírme, besar a todos. Observo a mi alrededor tratando de encontrar una fisura en mí que quiebre este muro que me sofoca. No la he hallado. No tengo ánimo de luchar para alcanzar la felicidad. ¿Qué puedo hacer? ¿Para qué me sirve el tiempo libre, si es cuando estoy más atado a mis temores? ¿Dónde está el principio y el fin de mis días? No lo sé, no lo sé. Qué frágiles son mis pensamientos: van de un lado a otro buscando ligarse con la realidad. Anoche soñé con estrellas y la luna que desaparecían al amanecer; las constelaciones y sus grandes distancias formaban caras en su profundidad, todas semejantes. Las flores y los ríos avanzaban arrogantes hacia el mar. El aire fresco de la mañana me deleitaba para saciar momentáneamente mi alma. También soñé con una mujer que conocí años atrás, la vi mirando el horizonte, lejos de perderse de la ruta que había hilvanado con su andar. Se encontraba de espaldas a mí. Corrí para contemplarla de frente, reconocí sus ojos, pero no su mirada. Vi el mar y las tinieblas, sentí el trueno y la agonía estallando en mi mente. Cerré los ojos y desperté. El corazón palpitaba calentando la sangre; había un olor a dolor, imposible de confundir cuando se vierte en llanto. ¿Qué será de mi sufrir si encarcelo las lágrimas en mis ojos, sin poder mirar el centro del temor? Los lamentos cerraron mi garganta. ¿Para qué necesito oírme sin alguien a mi lado que me escuche? ¿Para qué grito si sólo yo hago mis tímpanos vibrar? Inconstantemente los recuerdos llegan a mí, como respuesta a mi constante desesperación. Está amaneciendo. En este pequeño cuarto guardo mi sentir abarrotado de dolor. Trato de saciar mi necesidad con la añoranza de lo vivido. Veo fotos y releo cartas una y otra vez; no puedo depender de ellas para siempre. El otoño está acabando, las hojas ya no caen; el atardecer comienza a teñirse de rojo. Espero que el invierno no se vuelva contra mí y congele mi cuerpo, sin permitirme moverme: sólo mirar las frías paredes de mi habitación, con sus gruesas cortinas que dejan pasar un poco de luz. El invierno es crudo, pero es más devastadora la realidad. Qué largos me parecen los días, que consumen mis emociones. Los segundos parecen interminables; mis temores están cada vez más a flor de piel. La luz se apaga y aquí estoy, recostado en la cama buscando la respuesta en mis sueños; encuentro imágenes absurdas, lentos movimientos, personajes, y al final, al abrir mis párpados hinchados, resulta que la luz no me depara nada nuevo. La noche es fría, mis sueños ya no me cobijan. Estoy estático en el tiempo, como si lo estático tuviera movimiento. Los espasmos del silencio hacen que parezca derrotado. Intento darle salida a mis sentimientos, ¿pero cómo?... ¿Qué pasa cuando me miro al espejo y mi figura parece resquebrajarse? Todos estos años se fueron al fango; ahora sé que el soporte de mi pasado es lo que está presente, y éste se encuentra enfermo. No sé cuánto tiempo llevo cayendo, aún no siento el golpe final. La melancolía sacude mi cordura. ¿Dónde están los restos de mi piel? ¿Dónde la energía de mi cuerpo? ¿En qué lugar he de encontrar las lágrimas que apaguen mi fuego? ¿Qué hay detrás de mí? ¿Qué se oculta en mis pensamientos? ¿Qué hay en mis palabras describiendo el tiempo? ¿Qué será de mí el día en que la mente se sofoque con las ideas? ¿Qué será de mí si todo parece que yace muerto? Algunas veces escucho el soneto de lo bello; son señales y reflejos de lo que no intento. Pobre de mí, me lastimo y me tengo lástima. Sobre la mesa está el jarrón roto escurriendo el agua que preparé hace mucho tiempo, manchando el mantel que tejió quien me engendró. La gestación está a punto de ocurrir, de partir el corazón en dos para que salga el huevo que se incuba con dolor. La mecedora mueve mi cuerpo; me acompaña el rechinar de la vieja madera. Las flores de la buganvilia se encuentran dispersas por el suelo; su aroma extraño, su efecto, me contagia de inmediato. Así, vuelvo a sucumbir, una y otra vez, ante los embates del recuerdo, que es todo lo que tengo.

jueves, 27 de marzo de 2014

¿QUIÉN LO HIZO?

Pensé suicidarme, pero para eso, primero tengo que sentirme muerto. Miro pasar la noche por la ventana, las luces encendidas de la ciudad. Cuánta gente y qué situaciones diferentes estarán sucediendo. Los automóviles pasan sin cesar, con el ruido no puedo concentrarme; el calor es insoportable. ¿Cómo aflojarme el nudo de la corbata si horas antes coloqué estas malditas esposas en mis pies y manos? Tampoco tengo la suficiente fuerza para aventar la silla y acabar de una vez con todo. Entre el miedo y el valor existe este vacío que podría dejarme caer en las fauces de la muerte. ¡Pero qué pendejo soy! Si por lo menos hubiera abierto las ventanas o apagado la luz para que no me calara tanto el calor en la cabeza. ¿Cuánto tiempo llevo aquí colgado? ¿Cuatro horas quizá? No puedo terminar con esto, creo que va a amanecer y como siempre mi madre llegará a fastidiar y despertarme de un agradable sueño, ¡siempre con su estúpida letanía de niña idiota: “Anda, Iván, ya levántate, que se te hace tarde!”. ¿No podrá inventar otra cosa? No sé, ¡Levántate ya, hijo de la chingada! o ¡Pinche huevón, levántate!; pero siempre es lo mismo. El susto que se va a llevar cuando crea que me suicidé. ¡Ja, ja, mmm!... No puedo reír ni siquiera un poco. ¡Qué pinche suerte tengo! Cómo me lastima esta maldita soga; ya se me entumeció el cuerpo de tanto estar parado. Está amaneciendo. Se oye ruido en el cuarto de mis padres, ojalá se apuren para que me desaten. Ya abrieron su recámara, seguro que mi madre se dirige a bañar... Así es, no podía fallar, ahí está la regadera sonando, dejando caer el agua como si con eso lograra limpiar por completo su cuerpo. Por fin salió del baño y entró a su cuarto; que ruido hace con las puertas de su closet, ya estaría perturbando mis sueños. Ahí viene. Ojalá no se desmaye de la impresión, me gustaría verle la cara para poder reírme de ella; por desgracia mi espalda da a la puerta. Cuando entra, escucho un fuerte grito que me sorprende. –¡Iván! ¡Iván! ¡Hijo!... Se recarga en mis piernas y me jala hacia abajo. Siento cómo mis tendones se acalambran con la tensión; me está asfixiando y para acabarla de chingar no puedo hablar y ni siquiera chiflar. ¬¡Iván! ¡Iván! –no deja de llorar. Ojalá no se le ocurra mover la silla porque me muero. Su llanto sigue. ¿Por qué no para de gimotear y me mira a la cara?; así descubrirá que no he muerto; por lo menos le guiñaría un ojo o le haría un gesto extraño como los que ella está acostumbrada hacer. Siento miedo y no lo puedo evitar. Inmediatamente entra mi padre. No tardó ni diez segundos después del grito de mi madre y eso que él duerme como piedra. ¡Se ha de haber asustado mucho! –¡Levántate, ya pasó, ya pasó! ¡Quizá tenga horas ahí colgado! ¡Ya no llores! ¡Todo terminó! Siento cómo mi padre quiere retirar a mi madre del suelo. ¡Dios mío! ¿Por qué no se les ocurre mirarme a la cara? ¡Chingada madre, véanme! ¡Estoy vivo!, grito en mi interior, no pueden escucharme. Los jalones se hacen cada vez más fuertes, la silla se mueve cada vez más. ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, que no la muevan más; si tan sólo pudiera hablar, si tan sólo... Ahí permaneció el cuerpo colgado, vacío y sucio, moviéndose de un lado a otro, con su secreto en el silencio. Los padres con lágrimas en los ojos salieron del cuarto y se preguntaron por qué sucedió esto. No se percataron que así como le dieron la vida en un momento también se la quitaron.

Los Betta Splendens. Trailer 2. Temporada 1. Obra de teatro basada en mi relato "Un recuerdo".