martes, 31 de mayo de 2011

Bénédiction (Bendición) de Charles Baudelaire

Cuando por decreto de las supremas potencias,
en este mundo de hastío aparece el Poeta,
su madre, espantada y blasfemando
a Dios que apiadado la mira, le muestra sus puños:

"¡Ay! ¡no haber parido un nido de víboras
en vez de a un ser tan irrisorio!
¡Maldita la noche aquella de efímeros placeres
cuando mi vientre concibió mi propia expiación!

Puesto que entre todas las mujeres me elegiste
para ser la tristeza de mi asqueado marido,
y puesto que a las llamas no puedo arrojar,
como una carta de amor, a este monstruo enano,

haré que tu odio, que me abruma, recaiga
sobre el instrumento maldito de tus maldades,
y tanto retorceré a este arbusto canijo
que no brotará nada de sus apestadas yemas."

Así se va tragando y soltando la espuma de su odio,
y al no comprender los designios eternos,
ella misma prepara en lo hondo de la Gehena
las hogueras justicieras de los crímenes maternos.

No obstante, bajo el amparo invisible de un Ángel,
el niño detestado se extasía de sol,
y en todo cuanto bebe y come
saborea néctar bermejo y ambrosía.

Con el viento juega y con las nubes habla,
y se embriaga al cantar, camino de la cruz;
el Espíritu que en su peregrinación le acompaña
llora al verlo dichoso como un pájaro del monte.

A cuantos amar anhela, con temor le observan, o incluso
enardecidos ante su tranquilidad,
se deciden por herirle, y lo consiguen,
demostrando gran ferocidad.

En el pan y en el vino que a su boca destinan
mezclan ceniza con asquerosos salivazos;
con hipocresía van tirando todo cuanto él toca,
y reconocen que en su andar ellos se interponen.

Por calles y plazas su mujer va pregonando:
"Ya que tan hermosa le parezco y mucho me adora,
desempeñaré el oficio de los ídolos antiguos,
y quiero que, como a ellos, de oro se me cubra.

Me embriagaré con nardo, incienso y mirra,
en éxtasis de adoraciones, viandas y vinos,
saber quisiera si de un corazón que me admira
puedo usurpar, riéndome, los homenajes divinos.

Y cuanto ya esté harta de esas farsas impías,
en mi amante posaré mis manos frágiles y fuertes;
mis uñas, iguales a las de las harpías,
para ir a su corazón sabrán abrirse camino.

Ese corazón tan rojo de su seno he de arrancarlo
como un pajarilo que tiembla y que palpita,
y al suelo, con desprecio, se lo arrojaré
a mi animal preferido y que así se sacie."

El Poeta, serenamente, sus piadosos brazos alza
al cielo y allí sus ojos ven un trono maravilloso,
los intensos relámpagos de su lúcido espíritu
le privan del espectáculo de los pueblos furiosos:

"¡Bendito seas, Dios mío, por repartir el dolor
como divino remedio de nuestras impurezas,
dolor que das como la esencia mejor y más pura
que a los fuertes prepara a las delicias santas!

Ya sé que al poeta reservas un sitio
en las filas felices de las legiones sacras,
y que ya le invitaste a  la fiesta eterna
de los Tronos, Virtudes y Dominaciones.

No ignoro que el dolor es la nobleza máxima
y que los infiernos y la tierra jamás la alcanzarán,
y que para trenzar mi corona mística es preciso
la colaboración de todos los tiempos y universos.

Pero para tan hermosa diadema deslumbradora y pura
nada bastaría: ni las alhajas perdidas de la antigua
Palmira, ni los metales desconocidos, ni las perlas
del mar que tus manos engarzan;

Diadema sólo formada por vívidos destellos
que brotan de la luz santa de los rayos primeros,
y cuyos ojos mortales en su completa fulguración
¡no son sino espejos ensombrecidos y plañideros!"


(Traducción de Jacinto Luis Guereña).




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