miércoles, 31 de agosto de 2011

Bulimia-Historia Real

La siguiente es una historia real, para todas aquellas que alguna vez tuvieron una etapa, o consideraron la bulimia, es decir, el vómito después de las comidas. Es medio larga, pero pónganse las pilas y lean, que tiene un final feliz ;)


-Pero, ¡que grandes que están!-exclamó la tía Lorna, desde el fondo de la sala. En un principio no la divisé, pero ni bien se adentró a mi panorama un rulo rubio platinado, falso y enmarañado desde detrás del sillón, reconocí a aquella vieja loca en un instante.
 Con su mirada nos recorrió a mi y a mi hermana de arriba a abajo, y juré haber notado cierto desagrado por su parte, aunque le resté importancia. Esa nariz chata y grandota, y esos ojos que se escondían tras sus pómulos operados hacían que a la tía se le viera siempre una cara de asco.
La esquivé y me dirigí a la cocina, en donde mi abuela, eufórica, mezclaba los huevos mientras le repetía a su hermana que todos habíamos llegado "irrespetuosamente temprano", y no le habíamos dado tiempo para terminar el suflé de chocolate derretido. La saludé con una sonrisa, y le deseé feliz cumpleaños.
-Gracias, nena. ¡Mejor hubiera sido si hubieran llegado un poco mas tarde!
Me reí y dejé su regalo en una silla, mientras mi tía abuela, Berta, me invitaba a probar unas bolas de manteca y queso rallado. Agarré dos, y escuché que tocaban el timbre.
-¡Andá a abrir, nena, que debe ser Julieta!- me dijo mi abuela. Miré extrañada, Lorna era la mamá de Julieta, y ya se encontraba en el living.
-Y, ¿por qué viene sola?- pregunté mientras pasaba mi dedo por lo que parecía una crema de dulce de leche.
-Porque va a presentar al novio.-me contestaron.
 Eso sí que me tomó por sorpresa. Julieta era una chica fea, gorda, con los ojos metidos para adentro y unos dientes que parecían carteles; algunos salidos, otros cortados, otros empujados para atrás y por supuesto, aquellos que se habían puesto amarillos (o incluso negros) con el tiempo.
 El único novio que Julieta podía conseguir era un petiso obeso, y tal vez, con mucha suerte, de lindos ojos y poca vista.
 La intriga me llevó directo a la sala de estar, que aunque en un principio me pareció vacía, ahora con suerte se podía uno dar vuelta sin empujar a alguien. Dos personas habían llegado. Sin embargo, no era Julieta, pensé cuando vi la espalda de una esbelta mujer. Pero en el momento en el que la misteriosa chica se dió vuelta pude reconocer la nariz, los ojos y la barbilla de mi vieja amiga, que, al no tener esas capas enormes de grasa, ahora podían notarse con claridad.
¿Qué le había pasado? Me pregunté. Parecía una persona nueva. Flaca, chiquita, y mucho más agradable de ver.
El novio era el que no le hacía justicia. Aunque lindo, no podía compararse a la sorpresa que me daba la hermosa figura de ella, la cual ahora podía abrazar y tocar mis propias manos detrás de su espalda.
 Alegre, y por completo maravillada, fuí a saludarla. Una expresión aún más desagradable que la de su madre colmó sus ojos al momento en que me vió, con mi figura oronda, masticando con mis dientes una bola de manteca. Los de ella seguían siendo desagradables, pero escondidos en esa carita de porcelana ahora no se notaban.
 Nos sentamos en la mesa en cuestión de segundos, y fuí la primera en tomar uno de los panes de roquefort que constituían el centro de mesa. Advertí que la loca de Lorna me sonreía de forma extraña y comentaba algo con el novio de Julieta, sin quitarme los ojos de encima.
 Sonreí. Mamá me había dicho que me veía muy linda esa noche. Por suerte había logrado que me entrara aquel vestido. Ya era de hacía un mes; que me entrara solo podía significar que había adelgazado.
Esa noche comí de todo. Sanguchitos de matambre, salichichas rellenas, empanadas fritas, fideos a los cuatro quesos y todo tipo de postres. Cuando llegó la hora de irnos, el dolor de panza era infernal.
 Me subí al auto, solo para pasar el peor viaje que alguna vez tuve.
-Que linda estaba Julieta.- comentó mamá.
-Si.-contesté.
-Flaca.-agregó.
Dos minutos de silencio pasaron volando.
-Supongo que vos no querés tener novio.-susurró.
Me quedé extrañada.
-¿Que querés decir?
-Y, que nunca te ví con tanto peso, hija.
Tuve que zarandear la cabeza para comprobar que aquello estaba pasando.
-¡Pero si me queda el vestido! ¡Es de como hace un mes!
Mi mamá emitió una risa burlona.
-A mi me queda ropa de hace cinco años.
-Pero yo estoy en crecimiento.-me apuré a decir.
-Si, si no te cuidás va a ser crecimiento de panza, nomás. ¿No te dás cuenta de las caras que te hacía cuando atacabas esas empanadas?
-No.-mentí. La verdad era que en ese preciso momento aquellas expresiones estaban pasando por mi mente. Expresiones que yo había interpretado como que dejara que otras personas se sirvieran de las empanadas, pero nunca las había relacionado con mi cuerpo.
 Llegamos a casa, y corrí al baño para comprobar lo que mi mamá decía.
Sesenta y dos kilos. Trece años, y sesenta y dos kilos.
-Soy de huesos grandes.-pensé, tan solo para evitar la realidad, y se me ocurrió hacer algo que nunca me había tomado la molestia de hacer.
Me saqué toda la ropa y me miré al espejo como si fuera la primera vez que lo hacía.
 Juro con certeza que aquel fue el peor momento de mi vida.
Una lágrima resvaló por mi robusto torso.
Gorda. Fea. Enorme.
Una ballena que se escondía bajo ropa holgada, y lo peor de todo, que lo acababa de notar.
¿Así me veía yo? ¿Así me veía la gente todo el tiempo?
 Me daban pena mis propios amigos, que tenían que soportar que los abrazara un mounstruo con sus brazos rellenos. Y la gente desconocida de las fiestas, que tenían que verme bailar moviendo aquellos muslos grasosos.
Ahora entendía todo. El rostro asqueado de Lorna y de la modelo que había suplantado a su hija. Las risas de la loca y del novio de ésta modelo, cuando observaban mi concentración al limpiar el plato de tuco con pan que después metía a mi boca, en mi barril sin fondo.
¿Qué me había pasado? No recordaba ser así. Era como si me hubiera comido a la chica que era antes.
 No lo entendía. ¿Cómo podía ser tan horrible si el día anterior tres chicos en el campo de deportes me habían pedido de ser su novia? Decidí olvidarme de ello enseguida al descubrir que la respuesta a esa pregunta era que esos chicos se estaban burlando de mi. Una broma típica a la chica gorda.
 Esto tenía que parar. Y todavía faltaba que mi panza digiriera lo que había comido esa noche.

 De repente, una idea se me cruzó por la cabeza.
Temblando, introduje mi dedo por mi garganta, hasta tocar mi vulva. Nada. Ni los sanguches de matambre, ni las empanadas, ni los fideos. Era una gorda que ni siquiera podía vomitar lo que acababa de ingerir.
Me senté en el suelo frio del baño, y comencé a llorar.
 De la nada, una bocanada de aire desde lo más profundo de mi estómago salió por mi boca, tomándome por sorpresa. Y junto con ésta, también se fué todo lo que había comido. Por suerte actué rápido, y logré dirigir la mayoría al inodoro. Fué desagradable, pero a la vez, safistactorio.
 Ese fué el comienzo de mi etapa de bulimia. Con el tiempo dejó de darme asco, y comencé a hacerlo más seguido.
Extrañamente, después de cada vómito me sentía aún mas rellenita. Y hace poco nomás, después de algunos años, me enteré de que de hecho, vomitar no adelgaza. Lo que me ayudó a adelgazar fueron las visitas a esa querida nutricionista, amiga de mamá. Claro que ahora entiendo por qué tardé tanto en recuperar mi figura. La dieta y el ejercicio son buenos, pero cuando una tiene puesto en la mente que hay que vomitar después de cada comida, es muchisimo más dificil.


La bulimia no nos lleva a ningun lado. Además de que, aceptémoslo, es una experiencia asquerosa.


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